[ EN TORNO A LA REVOLUCIÓN EN
ALEMANIA EN 1918-1919.
Como
contribución a la recordación y conocimiento de lo que fue la revolución en Alemania
en 1918-19, y especialmente lo que hace a la intervención en ella de los militantes
de la Liga Spartakus y el Partido Comunista de Alemania, iremos publicando (entre
noviembre de 2018 y el próximo enero) una serie de materiales que consideramos
de sumo valor.
Hoy, 8 de noviembre de 2018, comenzamos por
difundir: «La Revolución en Alemania, 1918-19» , de Paul Frölich.
La revolución desatada en octubre-noviembre
de 1918 había abierto las puertas de las prisiones y el 8 de este último mes, hace
exactamente cien años, Rosa Luxemburg podía abandonar la prisión de Breslau.
“La Revolución en alemania, 1918-19” no es una obra autónoma
publicada en su momento por Frölich. Se trata de los dos capítulos finales de su libro “Rosa Luxemburg. Vida y obra” (Fundamentos, Madrid, 1976). Hemos unificado los dos capítulos,
respetando los subtítulos que aparecen en la edición de referencia. Hemos corregido algunos errores y erratas flagrantes de aquella edición, así como agregado imágenes de diversas fuentes, para ilustrar momentos y acciones descritas por el autor.
Difundimos este texto en varias entregas, siguiendo nuestras posibilidades actuales de
digitalización.
El ensayo de Frölich no es, pues, una vasta
obra histórica ni exhaustiva dedicada a la revolución en
Alemania sino una descripción detallada y con un análisis político profundo de
las dificilísimas alternativas por las que atravesaron entonces las masas de
trabajadores, los militantes revolucionarios y, entre ellos, Rosa Luxemburg y
Karl Liebknecht (asesinados en enero de 1919 por la socialdemocracia alemana y
sus cómplices capitalistas).
Espacio Rosa Luxemburg, 8
de noviembre de 2018. ]
•••
[Manifestación en Brandenburg, Berlín, en noviembre de 1918.]
LA REVOLUCION EN ALEMANIA, 1918-19 • [PARTE 1]
(por: Paul Frölich)
Preludio
Ningún año de cárcel fue tan duro para
Rosa Luxemburg como el año 1918. Por mucho coraje que pusiese en defenderse, la
soledad, las privaciones y las decepciones destruían su sistema nervioso. Ya en [la
prisión de] Wronke había estado muy enferma y escribió amargamente sobre una
«cura» que le recomendó el médico y que se reducía al consejo que
el párroco de Ufenau dio a Hutten cuando estaba mortalmente enfermo: ¡Olvidad, Hutten,
que sois Hutten! A lo que Hutten solamente pudo contestar:
Tu consejo, querido amigo,
es maravilla,
he de morir para seguir con vida.
En [la prisión de] Breslau empeoró su
estado, estaba encerrada todo el tiempo, la vigilancia era mucho más severa y
llegaban continuas órdenes para que limitase su correspondencia (por lo visto la lumbrera que controlaba sus
cartas carecía del órgano adecuado para saborear esas obras de arte). Las
quejas contra el arresto arbitrario fracasaron una tras otra. Un tribunal que debía
revisar todos los arrestos preventivos para tranquilizar !a opinión pública resultó ser la
hoja de parra de la dictadura de los generales. En marzo de 1918, Rosa tuvo que
escribir a Liebknecht: «Mi queja ha sido denegada con una minuciosa descripción
de mi maldad y mi contumacia y una solicitud de, por lo menos, otras vacaciones
semejantes. Por lo visto tengo que esperar hasta que conquistemos el mundo
entero». Aún tenía humor para elevarse por encima de todas estas trabas y penalidades,
aún tenía fuerzas para animar a Sonia y para compartir su triste
suerte. Pero en las pocas cartas que pudo escribir en 1918, su tono es el de un
cristal agrietado. En ocasiones, y sin motivos, se veía atormentada por la
seguridad de que alguna persona querida estaba amenazada por un gran peligro.
Así sucedió cuando dejó de recibir durante mucho tiempo cualquier señal de vida de Clara Zetkin. Sufría por la
suerte de los hijos de Zetkin, que estaban en el frente, y escribió a Luise
Kautsky: «Tengo valor para todo lo que me afecte. Pero para soportar el sufrimiento
de los demás, el de Clara, por ejemplo, si, ‘Dios no lo quiera’, le
pasase algo, me faltan las fuerzas y el valor» (1)
[Clara Zetkin y Rosa Luxemburg en Magdeburg, en 1910.]
Sus pensamientos vagaban siempre en torno al pérfido nudo: amenazante victoria del imperialismo alemán, peligro de muerte para la Revolución rusa –y la sórdida tranquilidad con que el proletariado internacional, sobre todo el proletariado alemán, parecía soportar todo, parecía ejecutar todo trabajo sangriento. No obstante, estimulada por el glorioso ejemplo de los trabajadores vieneses, a finales de enero de 1918, una oleada de huelgas masivas invadía Alemania. Se protestaba contra la paz abusiva de Brest Litovsk y el contenido de esta impresionante acción, que abarcaba cerca de veinte ciudades importantes y que solamente en Berlín llevó a medio millón de trabajadores a la huelga, era principalmente las reformas democráticas y la guerra contra el hambre. Una vez más fueron cercenadas las cabezas de la «Hidra de la revolución». Se instruyeron nuevos consejos de guerra contra civiles acusados de delitos políticos. En todas partes se dictaban terribles sentencias y las puertas de la cárcel se cerraron detrás de más de un combatiente espartaquista. En marzo fueron detenidos los directivos del Comité de Propaganda Militar con Leo Jogiches a la cabeza. La directiva de la federación había quedado reducida a dos o tres personas que se veían obligadas a trabajar en condiciones dificilísimas. En la época en que Ludendorff lanzaba sus ofensivas desesperadas en el frente occidental, la clase trabajadora parecía estar completamente desmoralizada y haber renunciado a toda actividad. En una «carta de Espartaco», de junio de 1918, Rosa Luxemburg profiere un grito de dolor:
«El proletariado alemán, que ha dejado
pasar el momento de detener las ruedas del carro del imperialismo, se deja
conducir hacia la destrucción de la democracia y del socialismo en toda Europa.
Marchando sobre los cadáveres de los proletarios
revolucionarios de Rusia, Ucrania, los países del Báltico y Finlandia, arrancando la
soberanía a los belgas, polacos, lituanos y rumanos y después de haber arruinado la
economía de Francia, chapoteando en sangre hasta los muslos, el obrero
alemán avanza para plantar por doquier la bandera victoriosa del imperialismo
alemán.
Pero toda victoria militar que la carne de
cañón alemana ayude a conseguir en el exterior, significa una nueva victoria
social y política de la reacción en el interior del Reich. Con cada ataque contra la
guardia roja en Finlandia o en el sur de Rusia se incrementa el poder de los
junkers de la orilla oriental del Elba y del capitalismo panalemán. Con
cada ciudad acribillada en Flandes cae una posición de la socialdemocracia
alemana». (2)
La mayor preocupación de Rosa era que la
Revolución alemana no llegase a tiempo para salvar a la rusa. Estaba segura de
que se produciría, pero por mucho que esforzase sus oídos no percibía nada del
proceso elemental que silenciosamente tenía lugar en las profundidades de la
sociedad. Si la ira provocada por las matanzas y el odio a los poderes
establecidos habían perdido la voz, brillaban, no
obstante, en los ojos del pueblo. Si la rebelión contra el hambre creciente no
acababa de explotar, los ánimos se estaban sobrecargando. El suelo temblaba bajo
los pies de las capas superiores de la sociedad, que estaban aterrorizadas; el
pánico amenazaba con desatarse de un momento a otro y el número de los que
desertaban del frente de los «resistentes» crecía incesantemente. La paz de
Brest se había convertido en un caballo de Troya para el militarismo alemán. Se
vio obligado a poner en cuarentena a las tropas del frente oriental, que
necesitaba urgentemente en el frente occidental. Los mismos soldados que habían
derrotado a los restos del ejército ruso en el
Báltico y en Ucrania habían sido infectados por el bacilo bolchevique y lo
transportaron a occidente. Ludendorff envió inválidos y adolescentes a una
muerte segura, pero los desertores que poblaban la retaguardia se contaban por
cientos de miles. Las deserciones eran el fruto de la disgregación que padecía
toda la sociedad y los fugitivos no hacían sino propagarla. Se preparaba la
insurrección masiva. Las fábricas se convirtieron en nidos de conjurados. Los elementos
radicales propagaban el pensamiento revolucionario y contenían al pueblo, porque
esta vez la revolución no podía fracasar, tenía que llegar
hasta el final.
[Soldados y obreros marchando en Berlín, nov. 1918.]
El1º de octubre dos acontecimientos
acaecidos en ambos polos de la sociedad indicaron que había sonado la hora.
Hindemburg y Ludendorff, que desde hacía una semana estaban lanzando llamadas de auxilio
al Gobierno, exigían una inmediata oferta de paz a la Entente. Simultáneamente
se reunía una conferencia general de los espartaquistas y de grupos radicales de izquierda
de todo el Reich, que tenía su centro en Bremen y cuyo órgano era el Arbeiter
politik (Política de los trabajadores) de difusión legal. Era el Consejo de
Guerra de la revolución. Se determinó un programa de acción política cuyos puntos
culminaban en una república unitaria considerada no como meta final, sino «como
piedra de toque para comprobar si la democratización con que están tratando de
engañaros las clases dominantes y sus agentes es auténtica». Había que reforzar
hasta el límite la agitación entre los militares. En todas partes había que
fundar consejos de trabajadores y soldados.
Comenzaba la agonía de la hegemonía
guillermina. Como sucede siempre en estos casos, la fiebre intermitente que
padecía el antiguo régimen, dio lugar al pánico. Había que salvar lo antiguo
mediante reformas. Se creó un Gobierno «parlamentario» a cuya cabeza estaba el
futuro gran duque van Haden, el príncipe Max y uno de cuyos ministros era Scheidemann;
sus metas: la consolidación de la monarquía (Max von Haden) y la pacificación
de los trabajadores (Scheidemann). Ya que resultaba imposible alcanzar una paz
victoriosa, el Kaiser delegó en el Parlamento el deber de negociar la derrota.
El Estado Mayor presionaba para conseguir la capitulación al tiempo que
preparaba acciones de fuerza e intentaba instigar al pueblo contra unas
conversaciones de paz que, por otra parte, exigía imperiosamente. Las puertas
de las cárceles se abrieron para algunos jefes de la oposición al tiempo que
multitud de «políticos» procedentes del ejército y de las empresas eran
lanzados a los calabozos. Se anunció la democratización de toda la vida
política mientras se concentraban tropas en las ciudades para someter a las
masas. Se proclamaba la libertad de reunión y llovían las prohibiciones y se cancelaban
manifestaciones. Toda medida, toda concesión y todo acto de violencia desorganizaba
al antiguo poder. El hielo estaba roto. ¡Ya no había barreras!
Tampoco había ya más barreras para Rosa
Luxemburg. Se apoderaron de ella la fiebre y la impaciencia. No podía soportar
por más tiempo el angosto calabozo. Exigió al Canciller del Reich su
liberación. Tenía que lanzarse al torbellino, empujar, conducir, actuar. El día
18 de octubre escribió a Sonia Liebknecht:
«De todas formas hay una cosa que es
segura: mi estado de ánimo es tal que ya no puedo soportar que me vigilen durante las
visitas de mis amigos. Lo llevé con mucha paciencia durante estos años y en otras
circunstancias hubiera conservado mi paciencia otros tantos más. Pero después
de que tuvo lugar la transformación general mi psicología cambió también
súbitamente. Las conversaciones vigiladas, la imposibilidad de hablar de lo que
en verdad me interesa me resultan tan
fastidiosas que prefiero renunciar a toda visita hasta que podamos vernos como
personas libres.
Ya no puede faltar mucho. Si han dejado
libres a Dittman y a Kurt Eisner no me pueden retener mucho tiempo más y a Karl
también lo van a soltar pronto». (3)
[Rosa Luxemburg detenida en Varsovia, en 1906, para
imperdirle participar en la revolución rusa desatada en 1905.]
El día 20 de octubre se decretó una
amnistía para presos políticos. Karl Liebknecht salió el 23 de octubre. La
Asociación de Trabajadores Berlineses lo recibió triunfalmente. Pero la
amnistía no alcanzó a Rosa Luxemburg. No era una prisionera política, no había
sido sentenciada, «solamente» estaba cumpliendo un arresto preventivo y
continuaría cumpliéndolo. Precisamente por esas fechas se renovó el mandamiento
de detención. ¿Era porque en la era de la democratización los arruinados militares
seguían siendo más fuertes que el Gobierno o porque el Gobierno pensaba que tenía bastante con un solo enemigo, Karl
Liebknecht? Mientras la antigua Alemania se desmoronaba, Rosa Luxemburg pasó
otras dos semanas en prisión. La impaciencia la devoraba y solamente a costa de
un supremo esfuerzo consiguió mantener la habitual serenidad exterior y no dar
a nadie el placer de regodearse en su infortunio.
Noviembre
Los acontecimientos avanzaban ya a paso de
carga. Los frentes se derrumbaban. El 26 de octubre, Ludendorff, el verdadero hombre
fuerte de Alemania, tuvo que huir al extranjero provisto de un pasaporte falso.
El 28 de octubre el Almirantazgo sufrió un nuevo acceso de delirio. Pretendía
salvar «el honor de la Marina» y poner en juego las vidas de 80.000 hombres en una alocada «batalla decisiva»
en el mar. Esto fue el golpe de gracia. La flota estaba mucho más afectada por
el fermento revolucionario que el ejército. En agosto de 1917 había llevado una
acción en favor de la paz perfectamente organizada y habían aportado los
primeros mártires. Los marineros Reichpietsch y Köbis fueron condenados a
muerte por amotinamiento y alta traición y fusilados el 5 de septiembre al
tiempo que se encarcelaba a más de cincuenta cómplices condenados a terroríficas
penas de privación de libertad. Pero en casi todos los barcos continuaba habiendo
consejos clandestinos de marineros que miraban con desconfianza al cuerpo de
oficiales. Los marinos estaban aún dispuestos a repeler un ataque del
enemigo, pero no
a embarcarse en insensatas aventuras. Cuando la flota estaba reunida en alta
mar y se dio la orden de disponerse para el combate, los fogoneros apagaron todas las
calderas y obligaron que se regresase a
puerto. Los oficiales habían perdido el control. Pero una vez en tierra
intentaron imponerse de nuevo. Seiscientos marineros fueron detenidos. Entonces
estalló la indignación. Los marineros se aliaron con los trabajadores de Kiel.
El movimiento continuó creciendo en los días siguientes hasta que se llegó a
una huelga general en fábricas y barcos. El 4 de noviembre el
Gobernador de Kiel fue obligado a dimitir.
Un consejo de marineros y trabajadores se hizo cargo de la ciudad. El Gobierno creía aún que se trataba de una simple sedición y envió al socialdemócrata Noske a que impusiera un poco de orden. Pero era la revolución, que, como un voraz incendio, se extendía por todo el país.
[Jornadas revolucionarias en noviembre de 1918.]
Un consejo de marineros y trabajadores se hizo cargo de la ciudad. El Gobierno creía aún que se trataba de una simple sedición y envió al socialdemócrata Noske a que impusiera un poco de orden. Pero era la revolución, que, como un voraz incendio, se extendía por todo el país.
Karl Liebknecht había trabajado
febrilmente durante estos días. Había observado atentamente el ambiente que
reinaba entre los trabajadores y los marineros, espoleaba a las
asambleas de empresa para que pasasen a la acción. Había sido aceptado en la
organización de los «Delegados obreros revolucionarios» que, desde la huelga de
enero, estaba formada por los representantes de los Sindicatos en las empresas y que era el germen de un comité
de trabajadores y de una directiva para la acción. Esta corporación había
sostenido sesiones casi diarias en las que se había preparado el levantamiento. La policía se dedicaba a la caza
de sus miembros, especialmente de Liebknecht. Este no podía regresar a su casa, se veía obligado a dormir
en el banco de alguna taberna de trabajadores o en un camión de muebles. En
ocasiones tuvo que ocultarse en el bosque de Treptower para escapar a sus perseguidores.
Tenía problemas con la directiva de los delegados obreros, pensaba en la movilización de grandes masas, manifestaciones de trabajadores a las que había que arrastrar a los soldados, en propaganda en las fábricas y en los cuarteles. Entre los delegados, los más audaces tenían ideas de conspirador. Querían un levantamiento que obedeciese a un plan minuciosamente trazado, contaban los revólveres de que disponían y no terminaban nunca con los preparativos técnicos. Su lema era: ¡O todo, o nada! Y los vacilantes se unían a ellos, porque eso significaba: ¡Nada! Repetidas veces se estableció la fecha del levantamiento y repetidas veces se aplazó. Finalmente, estos líderes tuvieron el tiempo justo de ponerse a la cabeza de los trabajadores berlineses, a quienes ya nadie podía contener. Una confirmación más de la idea de Rosa Luxemburg de que las revoluciones no se pueden «hacer» sino que emanan de la libre voluntad de las masas.
[Karl Liebknecht dirigiéndose a una multitud, en noviembre de 1918.]
Tenía problemas con la directiva de los delegados obreros, pensaba en la movilización de grandes masas, manifestaciones de trabajadores a las que había que arrastrar a los soldados, en propaganda en las fábricas y en los cuarteles. Entre los delegados, los más audaces tenían ideas de conspirador. Querían un levantamiento que obedeciese a un plan minuciosamente trazado, contaban los revólveres de que disponían y no terminaban nunca con los preparativos técnicos. Su lema era: ¡O todo, o nada! Y los vacilantes se unían a ellos, porque eso significaba: ¡Nada! Repetidas veces se estableció la fecha del levantamiento y repetidas veces se aplazó. Finalmente, estos líderes tuvieron el tiempo justo de ponerse a la cabeza de los trabajadores berlineses, a quienes ya nadie podía contener. Una confirmación más de la idea de Rosa Luxemburg de que las revoluciones no se pueden «hacer» sino que emanan de la libre voluntad de las masas.
["Hermanos! No disparen!", nov. de 1918.]
La hora de Berlín, que estaba cercada por
la revolución por el norte, el sur y el oeste del Reich, sonó el 9 de
noviembre. Fue la señal decisiva para todo el país. Por la mañana, cientos de
miles de obreros abandonaron las fábricas. Ante ellos se desvanecía cualquier
idea de resistencia. Capitulaban incluso los grupos de oficiales preparados
especialmente para la guerra civil. Guillermo II huyó a Holanda. Max von Baden
anunció la abdicación del Kaiser y la renuncia del príncipe a ocupar el trono.
Junto con los jefes socialdemócratas albergaba la esperanza de salvar así la
corona para algún otro Hohenzollern. El príncipe otorgó al socialdemócrata
Ebert la Cancillería del Reich y éste la aceptó con estas palabras: «¡Odio a la
revolucion como al pecado!». Entretanto, desde el balcón del Palacio, Karl
Liebknecht proclamaba ante las ingentes masas de trabajadores el advenimiento
de la República socialista. Pocos momentos antes, y desde las ventanas del Reichstag, Scheidemann habla
proclamado la República alemana.
[Movilización en Berlín en noviembre de 1918.]
En los cuarteles y en las fábricas se elegían
consejos, se formó un Comité ejecutivo de los consejos de trabajadores y de soldados que asumió los máximos poderes del
Reich. Todas las instituciones estatales fueron ocupadas por gentes de confianza
de la clase trabajadora. Las cárceles fueron asaltadas, entre muchos otros fue
liberado Leo Jogiches.
La transformación se operó casi
automáticamente en todas las grandes ciudades. También en Breslau
se abrieron las puertas de la prisión. Rosa Luxemburg alcanzó definitivamente la libertad
el día 8 de
noviembre. (4) Desde la cárcel se
dirigió a una manifestación de masas que la aclamaba desde la Domplatz. El día 10
de noviembre llegó a Berlín. ¡Con qué alegría y con qué melancolía fue saludada
por sus amigos de la Liga Espartaquista! Ahora se veía lo que habían supuesto
para ella estos años de cárcel. Estaba envejecida, enferma. Sus cabellos, en un
tiempo profundamente negros, eran ahora grises. Pero en sus ojos brillaba el
antiguo fuego y la energía de siempre. Y aunque necesitaba urgentemente
tranquilidad y descanso, a partir de este momento no hubo para ella un solo instante de calma.
Aún le quedaban dos meses de vida y fueron meses en los que esforzó
hasta el límite todos sus recursos físicos e intelectuales. Sin pensar un solo
instante en la propia salud y seguridad, sin una sola concesión hacia sus
deseos personales, cargada de energía y de pasión se lanzó a la lucha y trabajó «en el espectáculo
hechizante, colorista, imponente y arrebatador de la Revolución».
[Manifestación por la paz, en Berlín, el 9 de noviembre de 1918.]
Con profunda extrañeza contemplaron muchos
cómo se desarrollaba esta ardiente pasión y esa desatada voluntad de actuar,
gentes que no estaban luchando en la misma trinchera, pero que no podían dejar
de sentir simpatía por la personalidad de Rosa. Les parecía que Rosa Luxemburg
había superado toda medida, que había ignorado completamente la realidad. Ciega
para los límites de lo alcanzable, se había precipitado en el infortunio. Sin
comprender la radical diferencia de la situación, había imitado sin
crítica de
ninguna clase el ejemplo ruso. Si
se investiga argumento por argumento los fundamenentos de estas afirmaciones
queda de manifiesto una completa incomprensión de la política revolucionaria en
general. No quiere esto decir que la política de la Liga Espartaquista y la de Rosa Luxemburg
careciesen completamente
de errores en
aquella época tempestuosa. Quien haya de adoptar decisiones en medio de la caótica pugna
de gigantescas fuerzas de clases fallará ocasionalmente a pesar de que tenga
una visión genial de la situación objetiva. Y quien tenga el valor de tomar decisiones, quien no se
deje arrastrar por los acontecimientos, tendrá que adelantarse a menudo a las
relaciones de fuerza para alcanzar precisamente una situación más favorable. Una
revolución que avanza con creciente furia entierra, junto con los escombros del
antiguo orden, también los errores del partido revolucionario y convierte en
realidad lo que unos momentos antes no eran sino las ilusiones optimistas de la vanguardia.
[Rosa Luxemburg]
La actitud fundamental de Rosa Luxemburg venía determinada
por la ley vital
de toda revolución que ella misma había enunciado así: «Debe avanzar
rápida y resueltamente hacia adelante, derribando con mano férrea todos los
obstáculos y poniendo sus miras en metas cada vez más elevadas si no quiere ser inmediatamente devuelta a su frágil punto de partida y aplastada por
la contrarrevolución» (5). Su temperamento
revolucionario fue una vez más sometido y dominado por la razón en estos
días en que los acontecimientos se precipitaban. A pesar de todo, el primer
período revolucionario finalizó con una severa y, a la larga, decisiva derrota,
pero esto no fue consecuencia de las muchas faltas que pudieran cometerse en el
frente revolucionario; las mismas faltas, más bien, eran consecuencia de las
ingentes dificultades que planteaba la situación.
Paul Frölich
[Continúa en la PARTE 2]
NOTAS:
(1) Cartas a Karl y Luise Kautsky.
(2) «Cartas de Espartaco».
(3) Cartas desde la cárcel.
(4) De
acuerdo con el
relato de Mathilde Jacob en el «Leipziger Volkszeitung», de 15
de enero de 1929, Rosa Luxemburg obtuvo la libertad el 7 de noviembre a última hora de la tarde.
Como no sabía dónde pasar la noche, se quedó hasta la
mañana siguiente. Entonces telefoneó a Mathilde Jacob pidiéndole que se la recogiera con un
coche porque los trenes no
funcionaban. Se intentó por dos veces pero no se pudo llegar hasta Breslau. El día 10 de noviembre circularon de
nuevo los trenes y Rosa Luxemburg pudo dirigirse a Berlin.
(5) Rosa Luxemburg: “La revolución rusa”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario